domingo, 14 de marzo de 2010

Celia Ariza Mendoza: MI PRIMERA MASCOTA

La mañana en que llegó a casa prendido del brazo de mi padre, no sólo causó evidente sorpresa en el rostro de mi madre, sino también gran temor en mí, que me encontraba en el afán de armar mi quinto avión de papel. De inmediato escuché a mi progenitora preguntar con fastidio si era de verdad o un sólo un adorno de plástico. La total rigidez de su cuerpo color verde brillante de donde colgaba una larga cola rayada, hacía presumir esa posibilidad. La duda provenía de la sonrisita irónica que mostraba mi padre.La respuesta a la pregunta llegó de inmediato, la dio el propio animalito al abrir la boca y dejar escuchar un resoplido apenas perceptible a los oídos, pero lo suficientemente claro para indicar que era mucho más que un simple adorno.
—¡Llévatelo! ¡No lo quiero! ¡Llévatelo! —Gritó mi madre con muecas de desagrado contrariada por la nueva visita. ¡Vamos, llévatelo ya! Siguió vociferando con voz autoritaria. Sus gritos sin embargo, no lograban romper el trance hipnótico en el que parecía estar sumido mi padre. Su rostro moreno no dejaba de sonreír, ni sus dedos de acariciar al extraño animalito extendido en su brazo, desde la cabeza hasta la cola, una y otra vez.
—Yo, arrinconado en una esquina de la sala, donde había corrido por el susto, con voz muy bajita hacía eco a las palabras de mi madre. Por primera vez en mis cortos años tomaba partido a favor de ella, deseaba de corazón que su voluntad prevaleciera como solía suceder siempre. Pero, justo esta vez sería la excepción. Mi padre permanecía en silencio sin oír nada, ni los gritos amenazantes de mi madre, ni mis lánguidos pedidos, más aún parecía “disfrutar” de la situación. Cuando levantó la mirada fue para exclamar con fuerza:
—¡Esta iguana se queda!Le miramos sorprendidos, mi madre enmudeció por completo. No parecía él, estaba totalmente transformado, su voz enérgica sonaba tan extraña en sus labios siempre sumisos.—“¡Será la iguana de Tito!”— sentenció con la misma voz. Yo pasé del temor al terror, mis piernas flaquitas me empezaron a temblar, pero no me atreví a protestar. Mi padre retiró la iguana cómodamente recostada en su brazo y ajena a todo el lío que había originado, para soltarla muy suave como si pudiera romperla en su diván preferido. Y sin mirarnos se volvió a marchar diciendo: “¡He dicho!”.
Sin saber qué hacer miré con angustia a mi madre.
—Ya escuchaste, ahora es tu mascota— me dijo, intentando suavizar sus palabras.
II
Así llegó mi primera mascota a casa, luego de aparecerse a mi padre huyendo de alguien aún más feo que él; en una calurosa mañana en que mi desazón fue mayor al tener la sospecha de que papá había perdido la razón. Por suerte a su regreso, volvió a ser el mismo de siempre, silencioso, cabizbajo y sumiso. Su falta de carácter me importaba poco porque yo lo amaba tal como era. Él hacia que todo me resultara fácil y sencillo, era como un mago que tenía siempre un truco bajo la manga que facilitaba mi aprendizaje, con las palabras mágicas para comprender y aceptar el mundo que me rodeaba, inclusive las cosas más insólitas como perder el miedo que sentía por mi propia mascota.
—Es fácil querer las cosas bellas —me dijo para quebrar mi temor—. Lo valioso hijo, es querer lo que ante nuestros ojos se muestran desagradables. Míralo fijo con mucha atención usa los ojos del alma ¿no te parece hermoso? Yo observaba al reptil con los únicos ojos que me conocía, y aunque seguía pareciéndome horriblemente feo, movía la cabeza afirmativamente ya que el tono apacible de mi padre me daba seguridad.
La iguana estuvo con nosotros durante un año, en ese tiempo su cuerpo creció bastante y se llenó de escamas cristalinas que le fortalecieron. Me gustaba observar su cabeza altanera y su porte erguido que parecía imitar a una esfinge egipcia, una esfinge alargada, con espinas en el dorso, ojos fulgurantes y robusta cola. Y si en esos momentos al observarla le decía que era increíblemente bella, ya no le mentía.
Un mañana, el lugar preferido de mi mascota amaneció vacío. Busqué a mi madre en la cocina para preguntarle, al verme se apresuró acariciar mi cabello y a decirme en tono compasivo ¡tienes que conformarte, hijo!
—¡Nunca!, le respondí. Y corrí en busca de mi padre, el único que podría ayudarme a buscarlo, el único que querría hacerlo. Entré a su cuarto y lo encontré de pie frente a la ventana abierta, ni cuenta se dio de que había entrado. Iba a suplicar su ayuda, cuando creí reconocer en su rostro, aquella sonrisita de tiempo atrás. El corazón me dio un vuelco, me quedé en silencio, observándole conmovido. Una de sus manos empezó a sacudir su ropa y revolver su cabello por demás desordenados, pedazos de yerbitas comenzaron a caer al suelo. Abrí los ojos inmensos al sentir en esas ramitas caídas en esos tallitos desprendidos, el inconfundible olor del campo.
—Dime que no te la llevaste, papá, dime que no lo hiciste —supliqué con angustia. Me miró, pero como un extraño, de su garganta salió nuevamente esa voz grave y odiosa:
—¡Lo hice en honor de la libertad!
—Pero si aquí era libre, papá, era libre —le dije.
—Si hubieras visto, cómo se llenó de energía cuando lo solté en el campo. Empezó a saltar sobre la hierba húmeda, a bañarse con el rocío de la madrugada, parecía emborracharse con el aroma de los arbustos, de los pinos, de los recios algarrobos. Escaló a una copa frondosa, se fue deslizando locamente entre las ramas, como un mono verde y travieso cuyo árbol era demasiado poco para la libertad que tenía. Lo dejé ahí, oculto entre las hojas verdes y las nubes del cielo. Su libertad no tiene paredes, está donde debe estar, ¡He dicho! —me subrayó, señalándome la puerta.
Salí en silencio, con la bronca de que a mi padre le haya regresado la locura, o quizá otra repentina lucidez.

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